La Calidad de Vida


Por Daniela Horovitz

Recuerdo sus palabras, sus gestos, su mirada, sus indicaciones, y hasta sus gritos.
Recuerdo sus obsesiones y sus reflexiones, las surgidas de lo cotidiano, de lo acontecido en ese día y de las de toda la vida.
Recuerdo, y se me vino sin pedir permiso a la cabeza, una frase que él detestaba, que le proporcionaba una profunda aversión. Una frase que para casi el resto de la humanidad pasaría inadvertida, o sería de efecto inocuo, pero que en él creaba una reacción desproporcionada, y que tildaba de infame e inexplicable. Era “la calidad de vida”.

Hablo de Miguel Guerberoff, mi maestro, gran maestro de teatro, gran persona, y artista indiscutible.

Esta expresión, a la que él solía hacer referencia con indisimulable fastidio, podía ser adjetivizada con una serie de palabras, pero había una que era un clásico en su léxico, y ejercía un singular efecto. Producida con especial ahínco desde el centro de las entrañas, exagerada y provocadora, era la recordada: “inmundo” precediendo o finalizando, entre otras, la expresión: “calidad de vida”.

He aquí mi relato:

Llegaba yo a Rota, una pequeña ciudad al sur de España, en la provincia de Cádiz, perteneciente a la región de Andalucía.
Hacía mi entrada en suelo europeo, luego de estar cuatro meses en Bangkok, Tailandia, pasando por Vietnam y habiendo hecho una nada estratégica parada de tres días en Buenos Aires. Las circunstancias de la vida, me llevaron a uno y otros lugares, bueno, como no podría ser de otra manera.
Concluyo que arribé a dicho pueblo, con una especial mirada analítica, cargada de “contenido social” (otra frase que podría tener el mismo destino que la anterior, u otra que crea en mí la misma reacción “el Canto con Fundamento”).
Bien, decía que llegué a esta ciudad balnearia, bañada por las generosas aguas del Atlántico, con playas de postal turística, y de especial armonía y tranquilidad, con casitas pintadas de colores pastel, y sus sendas peatonales respetadas a rajatabla, y una bonanza económica que se olía desde el avión, y no pude evitar recordar esta frase, que tan bien se ajustaba a esa vida, pero tanto ruido hacía en mi cabeza.

“La calidad de vida”, concepto abstracto que podríamos llenar con: casas con la puerta abierta, autos atestando las calles (2 por familia), heladeras repletas, hasta la de las empleadas domésticas, cerveza a
1,20 euro en el mejor parador de la playa, supermercados baratísimos, sueldos razonables, alquileres irrisorios, gente amable, andaluces dicharacheros, muchos bares, y restaurantes, sol y playa, y un bosquecito de pinos por donde correr y andar en bicicleta.

Y sí, podrán decirme que la frase “calidad de vida” se ajusta sobradamente a estas descripciones, pero por qué venían a mi cabeza de la voz de Miguel, totalmente sarcástica, y reprochona?
Porque a mí también todo eso, no me terminaba de cerrar, y de alguna manera me sonaba a falso, a vacuo. No erraba mi papá su propia percepción del pueblo de adopción de mi hermana, al decir que le parecía estar en el pueblo de la película The Truman Show, un pueblo de decorado, pero tan real como la miseria inverosímil que en nuestra ciudad se va instalando con una rapidez alarmante.

No es que lo fuera. No es que no se viva mejor, pudiendo tomar taxis, sin medir sus consecuencias irreparables en la economía del día siguiente, o no teniendo que vigilar la cartera como espías rusos, y además cargar con la culpa, si en un descuido somos asaltados, hurtados, o violentados, porque sabemos que es nuestra obligación atender a los transeúntes, oler el peligro, evitar las calles oscuras, los amontonamientos en colectivos y subtes, las sillas de los bares, y hasta hablar con el celular sin aferrarlo con fuerza de fisicoculturista.


Es que el dinero, básicamente, que parece ser de lo que estamos hablando, no genera por sí sólo bienestar, por lo menos no a mí. Es cierto, que todo lo mencionado anteriormente podría hacer de los españoles, en este caso, (y de cualquiera tal vez), gente más feliz, quizás lo sean, pero a mí claramente no me alcanza con tener más plata para ir a los bares, y a comer afuera, o poder irme de vacaciones, ni siquiera correr tranquila y tener los pulmones al 100 por ciento.
Yo, y espero no ser tildada de envidiosa o falsa modesta, prefiero el caos de este país, la efervescencia constante, la discusión, el enfrentamiento ideológico, la puja, la palabra, los bares donde la gente se sienta y habla de cosas: de libros, de amor, de la vida, del teatro, de lo que se puede hacer para que esto esté mejor, del cambio, pero no para poder irse de vacaciones ó comprar la última adquisición tecnológica, sino para reírse, para jugar con el ingenio, las palabras, para seguir estudiando, escribiendo, cantando, haciendo, con amigos de verdad con quienes compartir lo que hay y también lo que no hay.

Podré parecer un poco naif, o simplista, pero en las tres semanas que estuve en Rota, la voz de Miguel, y su desdeño contra “la calidad de vida” no dejó de acompañarme, no sé si sería de esto de lo que él hablaba, pero yo risueñamente festejaba el haberle encontrado el lugar y la forma a esa, una de sus tantas frases recordadas.

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